Colombia Testimonios de una protesta que no está dispuesta a retroceder La imagen de cientos de carpas y hamacas instaladas en el polideportivo de la ciudad antioqueña Barbosa desmentían, hacia fines de septiembre, que el paro de los campesinos y mineros artesanales hubiera terminado, y mucho menos cuando entre las casi 3.000 personas allí instaladas había al menos un herido de bala por la represión policial del 27 de agosto, a tres días de la instalación del campamento.
Barbosa está a unos 60 kilómetros de Medellín. Es una bonita y tranquila ciudad encastrada entre las montañas, donde dicen que varios microtraficantes tienen sus casas de fin de semana, y que por esos días había visto alterada la calma por el “refugio humanitario” que instalaron las organizaciones gremiales de campesinos para resistir en conjunto la presión de las autoridades, “que querían judicializar la protesta” o “directamente reprimirla”, afirma Melkin Castrillón, uno de los líderes de la movida.
Entre los casi 3.000 acampantes, que en un momento llegaron a ser 4.000, hay gente de los municipios antioqueños Remedios, Segovia, Tarasé, Bagre, Caucasia, Ituango, Valdivia, Hondo y Amorí y también de Tierra Alta, del vecino departamento Córdoba.
“Los paros comenzaron el 19 de agosto en cada municipio, pero así estábamos aislados y expuestos a la represión y persecución de las autoridades, que infiltraban gente y hacían ataques sorpresa, por eso nos vimos obligados a buscar un sitio estratégicamente ubicado para nuestra protesta”, agrega Castrillón, que atiende a Télam bajo un tinglado, en una parcela de tres metros por dos, delimitada por sogas que la separan de otras similares. En cada una hay una carpa hongo y alguna hamaca colgada.
El gobierno calificó la protesta de “infiltrada por las FARC” (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) o de parte de la estrategia de esta organización insurgente, con la que negocia un acuerdo de paz en La Habana, pero a la vez se ha visto forzado a negociar para levantar los bloqueos de rutas, en una negociación ambivalente en la que un día se conversa y al otro hay enfrentamientos.
El 27 de agosto, el “refugio humanitario” estaba a pleno, con 4.000 personas que habían instalado sus carpas hasta en los pasillos del estadio cerrado de básquetbol, a contrapelo de los deseos del municipio, que sólo consiguió acordar que no se use la pileta de natación, lo que se respetaba a pesar del calor reinante.
El Esmad (acrónimo de Escuadrón Móvil Antidisturbios) llegó por sorpresa y comenzó a tirar gases lacrimógenos desde un camino elevado, mientras otro pelotón avanzaba hacia el predio. Desde atrás de esta formación, personal de civil lanzaba hacia el polideportivo, que está rodeado por montañas bajas, una lluvia de piedras y botellas.
El mayor damnificado por esos enfrentamientos está a unos 30 metros de la parcela donde atiende Castrillón. Se llamada Elmer Ernesto Gaviria, es un campesino de Segovia, tiene 32 años y la pierna vendada. Tuvieron que hacerle una cirugía porque recibió un disparo de fusil en la rodilla y otro de arma corta en el muslo. “Yo vi al policía que me disparó”, asegura, mientras sonríe resignado, recostado en su carpa.
“Fueron dos días muy duros en los que hasta el ministro de gobierno de Antioquia, Santiago Londoño, salió a ofrecer una recompensa de 10 millones de pesos por los líderes de la protesta, pero finalmente el 29 de agosto logramos abrir una mesa de negociación, pero sin levantar el paro, a pesar de lo que dicen el gobierno y los medios locales”, señala Castrillón.
“Accedimos a desbloquear las carreteras, pero mantenemos la protesta; les hemos dados a los gobiernos de Antioquia y nacional el pliego con nuestros reclamos, pero no nos vamos de este refugio sin garantías de seguridad y de no judicialización de la protesta”, agrega.
Entre los reclamos figuran la creación de nuevas zonas de reservas campesinas, porque sostienen que las ocho actuales son pocas; cambiar el código minero, “que sólo prevé el saqueo”, para que no haya contaminación; la tenencia de la tierra, esto es “que no haya erradicación ni fumigación con glifosato, porque provoca abortos, malformaciones, contamina los ríos y mata a todos los cultivos, no sólo a la coca”.
Un tema pendiente y de dura negociación es el de las semillas. A partir de la firma del tratado de libre comercio (TLC) con Estados Unidos, que el parlamento estadounidense no aprobó hasta que Juan Manuel Santos asumiera la Presidencia, Colombia se comprometió a no permitir que los campesinos guarden parte de sus cosechas para utilizarlas como semilla y castiga con dureza a quienes realizan esta práctica. Así, cada año los campesinos tendrán que ir a comprar semillas transgénicas a empresas estadounidenses.
Luego del enfrentamiento con el Esmad la seguridad se intensificó en el “refugio humanitario” y la gente quedó sensibilizada, con mucha desconfianza. Cuando el equipo de Télam subió hacia la usina de Barbosa para tomar una fotografía panorámica había unos “pelaos”, como llaman a los adolescentes, de guardia. No exhibían armas, pero sus miradas torvas sugerían que era mejor no preguntar.
En el campamento, a pesar de estar acompañados, hubo que explicar varias veces que no había malas intenciones y que las fotografías no eran para identificar a nadie. Algunos finalmente se relajaban, pero otros se alejaban con recelo.
Un campamento de estas dimensiones, y con hostigamiento externo, no es sencillo de manejar. Hay que poner normas de seguridad, establecer guardias y, a la vez, programar actividades para que en medio de la tensión la gente confraternice y se entretenga.
La cancha de fútbol de césped sintético, de dimensiones profesionales, está ocupada permanentemente por uno o varios partidos simultáneos. La música suena en todos lados, pero a un volumen aceptable. En un recinto que debían ser oficinas antes de que se instalara el campamento ahora funciona una escuela de danzas típicas. Hay alegría, hay tensión, pero sobre todo está presente esa perseverancia típica de los reclamos en los que no hay espacio para retroceder.
Fuente: Telam
Martes, 3 de diciembre de 2013
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